Compagnie Adrien M / Claire B
Foto: Romain Etienne |
Cárcel
digital
En un
cubo de tela, dentro del cual se sitúa una bailarina, se proyectan
en sus cuatro paredes imágenes en movimiento con las que interactúa.
El valor simbólico de ese juego puede resultar múltiple, siempre a
elección del espectador, porque no se dan pistas para deshacer
ningún hilo argumental. Eso no es necesario: una de las
características de la compañía francesa Adrien M / Claire B es
poner en evidencia una cierta dependencia narrativa frente a la cual
la danza, y el teatro por extensión, sienten vértigo y responden
con argumentos un tanto conservadores cuando se hace evidente. Este
es el caso de Hakanaï, pues aunque parte de unas
consideraciones mínimas -fundamentales para quien se dedica a
reflexionar sobre el movimiento y sus artes- como las ideas de
fragilidad y evanescencia, renuncian a conducir el significado final
que pueda darse a la obra para dejarlo a la imaginación de cada
cual.
Desde
ese punto de vista, las propuestas de la compañía beben de dos
presupuestos básicos en el ámbito de la danza: uno lo comparte con
el arte contemporáneo y tiene que ver precisamente con esa
disociación definitiva entre sentido y producto final. El otro es
más austero todavía, por lo que tiene de novedoso para quién no
esté muy adentrado en estas cuestiones: se relaciona con la renuncia
a considerar el movimiento y sus coreografías como algo propio de lo
humano, ni siquiera de los seres vivos, y que se reconoce en cada
desplazamiento que se puede producir en la realidad física que
percibimos y en la que no.
Esta es,
efectivamente, la mejor anticipación de Hakanaï porque nos
advierte que las cosas de la percepción como las entendemos en los
primeros años del desarrollo de la realidad virtual, las imágenes
proyectadas, la interacción y el reconocimiento de voz, sólo han
hecho que iniciar su despliegue hacia un futuro desconocido. De aquí
un tiempo probablemente un cubo de tela situado en medio de un
escenario casi nos hará sonrojar por lo básico y poco tecnológico
que nos resultará. Sucederá que la línea que con tanta certeza
ahora nos permite separar realidad y ficción será invisible a
nuestros ojos. Solo hace falta imaginarlo señalando aquí ese engaño
visual, en un momento concreto de la pieza y que nadie cuestionará
porque podemos darle una explicación científica, en el que la
bailarina parece que esté desplazándose como en una especie de
ascensor. Pues bien: ¿podemos imaginar qué pasará cuando la
realidad virtual invada el escenario y sus alrededores y esa mentira
(base del teatro y la danza) sea todavía más sofisticada? Y lo que
es más importante: ¿seguiremos pidiendo enlazar con conectores
antiguos nuestra experiencia entre lo observado, lo narrativo y lo
experimentado?
En Hakanaï la cárcel es digital. Y su bailarina solo puede que
interaccionar con ella. Pero es sólo un paso, minúsculo, pero
determinado, para lo que ni siquiera podemos ser capaces de imaginar
el día que la tecnología vaya un poco más allá de nuestra
percepción tan definitivamente prisionera.
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