Francisco
Ruiz de Infante y Olga Mesa
Teatro
Pradillo (Madrid), 8 de junio del 2012
Todo
en el escenario es exageración: aparatos electrónicos de lo más
diverso y que el público observa con cierta perplejidad y un
proyector de imagen en movimiento. Algo así como una toma de
posición: lo tecnológico se convierte en presencia y ocupa el
espacio de la sala. En los controles Francisco Ruiz de Infante,
interactuando durante la obra con la coreógrafa Olga Mesa. Una
exageración, decía: por lo obstructivo, porque apenas deja en el
linóleo espacio libre; y porque se exige un esfuerzo de
justificación, que irá llegando conforme se va desarrollando la
pieza.
La
Carmen de Bizet: otro exceso. Se necesitaba algo así, claro:
pasión, drama, exuberancia y su famosa habanera L'amour
est un oiseaux rebelle.
Y ése es el secreto de la pieza: ¿se hacen al cargo? En la voz de
María Callas. Escuchen, escuchen repetidamente, machaconamente... Se
trata efectivamente de lo efímero, tal y como se concibe el amor en
esa Ópera: como un pájaro rebelde, que viene y se va. Con sus
celos, sus instantes y ese final ahogado de pasión.
Y
el escenario se va convirtiendo en una densa niebla a través de la
cual los múltiples mecanismos tecnológicos de luz y amplificación
sonora perfilan el tono de la pieza. Junto a los desplazamientos de
los dos performers y el gesto sutil de una danza con el que Olga no
quiere protagonismos. Mientras se sucede su ir y venir, y las
repeticiones del Aria y de un par de fragmentos de Shakespeare, cuyo
Soneto
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transmite precisamente ese clima de ensoñación:
When
most I wink, then do mine eyes best see,
For all the day they view things unrespected;
But when I sleep, in dreams they look on thee,
And darkly bright, are bright in dark directed.
For all the day they view things unrespected;
But when I sleep, in dreams they look on thee,
And darkly bright, are bright in dark directed.
El
resultado de
Carmen
/ Shakespeare: Acto 1 (el de la niebla) es
un complejo engranaje,
como lo es el mundo de las relaciones afectivas. Como resulta la
interacción entre diversos lenguajes: danza y artes visuales y
plásticas para la ocasión. Como lo es también, más allá de la
experiencia del espectador -obligado a una atención múltiple- el
despliegue de casi una hora de un ejercicio de coordinación
exquisito, en el que cualquier gesto en falso rompería el difícil
equilibrio entre los dos intérpretes y las tecnologías con las que
juegan. Exactamente porque sólo es en el instante en el que se
recrea lo mejor y más valioso de lo que se explica: en las delicadas
complicidades que tanto en la Ópera de Carmen, como en el trabajo de
estos dos artistas, se conjugan o se amenazan esperanzas. Ese bien
podría ser el sentido último del argumento, un duelo escénico en
el que danza y tecnología (o si lo prefieren: deseo y poder) se
interrogan bajo la absorbente e insólita mirada que proponen.
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