Israel Galván
Mercat de les Flors, 23/III/2012
© Félix Vázquez |
Compases de silencio
Se puede experimentar el flamenco como la traca final de unos buenos fuegos artificiales. Sea esta afirmación de admiración: no en vano Barcelona es una ciudad históricamente vinculada a este arte y escuela de algunos de los más reconocidos bailaores. Pero debe entenderse que para algunos -educados en los valores de la discreción- los excesos emocionales queden reservados al escenario de lo ficticio, porque en los reales se ha impuesto tradicionalmente el silencio introspectivo. Seguramente la causa, entre otras, de que lo espontáneo resulte a veces tan enigmático como prescindible.
La comparación de La curva con un espectáculo pirotécnico puede servir para entender por qué es-¿se me permite?- el ruido acompasado (cante, pasos de taconeo, palmas, filas de sillas cayendo estrepitosamente sobre el escenario, … ) el indiscutible perpetrador a los sentidos. Con tres intérpretes magistrales: Sylvie Courvisier al piano, con composiciones casi atónicas ejecutadas con una precisión extraordinaria; la cantaora Inés Bacán, una voz discretamente desgarrada, con perfume a saber popular; y el propio Israel Galván, de quien sería casi imposible, en simples esquemas lingüísticos, relatar aquí de otra manera que como un cuerpo del afuera, o experiencia viva (en realidad) de aquello que se manifiesta (en esencia). Algo así como el Dasein del pensamiento heideggeriano, o acto narrativo del espíritu.
Pero en esa desmesura, en ese decibelio exagerado, hay una sonora interpelación que, por paradójico que resulte, confirma el silencio como único espacio privilegiado del sentir y que se impulsa por encima de toda la obra. No hablo sólo de los instantes de calma que se regalan después de un impactante cante jondo o una abstracción de movimiento más o menos vinculado con la tradición (pero siempre en discusión con la modernidad) de Israel Galván. Me refiero a ese silencio latente sin el cual el contraste con el “ruido” sería imposible. Y aún más, sin el que la belleza de la forma musical, o el de la ejecución física, o el de la exhibición vocal no sólo dejarían de tener espacio en el que manifestarse, sino que simplemente no tendrían sentido. Ese espíritu silente que se agazapa en los entresijos de la forma creativa y que grita desesperado en los dolores de cada nota de este flamenco.
Hay luz porque se quiso dejar atrás la oscuridad. O lo que es lo mismo: sólo porque hubo caminos ignotos, el arte sigue intentando transitarlos. Y es sabido que en cualquier trayecto, una curva cambia de perspectiva el lineal y apesadumbrado Ser-ahí. Sin más objeto que el propio camino, sin otro sentido que el propio giro. Pues sabe bien el hombre de su destino fijo irrefutable.
La curva experimenta sabiamente con esas ideas, como la traca final lo hace en su exhibición de fuego y luz. Pura fugacidad de ruido, acompasado de verdad.
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