Dansa: Oihana Altube, Arantxa Martínez, Jaime Llopis, Paz Rojo i Ricardo Santana
Mercat de les Flors, 2 de febrer de 2019
Festival Sâlmon
Dispositivo nuclear
Que las cosas están cambiando, lo atestigua el abordaje de algunas creadoras. La danza ya no es ese terreno de seguridad en el que se proyecta un hilo de continuidad entre la tradición y las nuevas tendencias. Esto es algo habitual en otras manifestaciones artísticas, que a partir de los -ismos de la segunda mitad del siglo XX debieron enfrentarse a una hipótesis de ruptura: ¿y si el arte, esas modas que iban ocupando el interés también del público, resulta inconmensurable, sin comparación o analogía posible con el pasado?
La danza se mantuvo un poco al margen de esas preocupación, un poco por una cierta actitud excluyente, otro poco por pereza. Las clases dominantes, las que determinaban qué era o no cultura, escindieron la disciplina del contacto con esas rupturas al entenderlas contrarias al espíritu doloroso desde el que valoraban el arte del movimiento. La falta de coraje por parte de coreógrafos y bailarines, con honrosas y contadas excepciones, hicieron el resto.
En ese contexto histórico, la pieza de Paz Rojo que se ha presentado en el Festival Sâlmon resulta definitiva para entender la verdadera tragedia a la que nos enfrentamos. Simplemente no somos conscientes que la danza dejó de existir hace tiempo. Y que nuestra aproximación casi diaria a ella resulta un espejo especular del pasado, sin referentes, nostálgico y alejado de cualquier realidad.
ALERTA: spoiler en este parágrafo, puedes saltar al siguiente si quieres evitarlo.
Se invita al público a observar durante una hora algo que podría parecerse al calentamiento de una compañía de cinco intérpretes. Con cascos desde los cuales se va manipulando el sonido: las conversaciones entre los bailarines, el fregamiento que producen en su contacto con el linóleo, cadencias ambientales diversas, ruidos molestos y algún fragmento musical. La curiosidad, claro, empuja a los espectadores a quitarse de vez en cuando los auriculares y observar que solo en unos pocos minutos finales en la sala suena lo mismo. Así que ellas y ellos han estado todo este tiempo desarrollando un movimiento intenso, tenaz e improvisado, sin composición instrumental de fondo.
Eclipse: mundo se convierte así en un dispositivo que deja al descubierto múltiples capas. Tantas como el observador sea capaz de dibujar: la relación entre música y danza; el movimiento como proceso interno; el cambio de significado en función del medio sonoro al que se una; la disrupción en el proceso creativo; la predisposición emocional; el gesto como dinámica de comunicación; el adentro y el afuera en el trabajo de las compañías; el diálogo interno entre intérpretes; la actitud de escucha del público; la sinergia espacio-temporal que se produce en el teatro; los límites de la atención; la recepción fragmentada; el diálogo en el movimiento improvisado de los intérpretes; la cobertura racional del análisis del espectáculo; el sentido y significado de la obra de danza; y algunas cosas más que el lector podrá completar.
Así que la pieza de Paz Rojo, que inicialmente quería simplemente atestiguar lo que denomina la brecha que se ha producido en el lenguaje, y particularmente en las coreografía, y que es resultado de su tesis doctoral; se convierte en un volcán que expulsa agresivamente aquello que tiene en su interior, que exhala novedad y que nos sitúa (quizás por fin) frente a la necesidad de repensar la danza del siglo XXI. Entiendo que algunos decidan que no quieren participar. Pero nadie puede negar lo imperioso de ese mecanismo destituyente, como viene a denominarlo la creadora.
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